Recuerdo de un noviembre traumático.

Me encantan los días, me encanta cada amanecer, donde el sol se asoma lentamente dejando su brillo al desnudo, me encantan los días soleados, donde no se ve ni una sola nube, donde la brisa es libre y puede pasear por todos lados sin amenaza alguna, me encantan las tardes grises que refrescan el día después de un mediodía caluroso, me encanta el olor que sale de la arena caliente a la cual le cae agua lluvia en esas tardes grises, me encanta el clima frío, lo comprobé cuando, por fin, fui a Bogotá, qué como la describió García Márquez, era una ciudad gris en vuelta en el silencio de sus habitantes, donde nadie dice nada por el afán de sus vidas, donde por el clima, nadie muestra un poco de su piel, nada más  que las manos y su cara, allí aprendí porqué a nuestro país se le llama cafetero. Y, a pesar de ser oriundo de una tierra caliente, el décimo primer mes del año para mí es el más gris y frío de todos, como la Bogotá que conocí en un mes de octubre, pero sobre todo: Tenebroso. Posiblemente por las historias que relataba mi abuelo sentado en su mecedora en la terraza de la casa todas las noches, tal vez por lo que mi cerebro recreó después de haber escuchado sus narraciones o el supuesto en mi mente de haber escuchado la “llorona” mientras dormía, quizás por haber ido tan niño al cementerio un dos de noviembre, día de los muertos, y escuchar los cuentos de ultratumba que relataban los mayores, quizás porque todo eso es cierto, también quizás por mi falta de valentía ante esos temas, quizás porque las personas se encierran en sus casas más temprano dejando solas las calles, pero mientras averiguo la verdad de dichos relatos, me quedo con el miedo de un noviembre oscuro, lleno de cuentos con sabor a muerte. Lo bueno es que eso solo pasa cada 330 días. 

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